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Un día en la vida [Crónica]

El día comienza a las siete y media de la mañana. No hay desayuno, no hay una sonrisa que grite “buenos días”. El agua está muy fría, casi tanto como el pasar del tiempo. En el estéreo, la nostalgia canta. Entre polvos, cepillo, aretes, ropa dentro de una maleta (y dispersa alrededor del cuarto), y perfume, las ocho y cuarto aparecen. Tomo una espada y la meto en mi mochila. Uno nunca sabe. Para apagar la luz hay que tomar otra, por eso del tropiezo, y cerrar la puerta. Tal vez la vecina quiera acompañar, si no, su espejo es suficiente. La tediosa melodía continúa.

            La clase, sea lo que sea, es interesante. Aunque los oyentes sean, más bien, una especie de seres etéreos, y el salón sea un limbo. El “alma mayor” habla, habla, pide opiniones, dicta sin dictar y se despide. Bienvenido al entre clases, donde las pláticas, el desayuno, el café (lechero con tres de azúcar, por favor), las tareas pendientes o una simple siesta son las piezas de ese rompecabezas. Se arma. Entra el profesor. De nuevo, libretas con la capacidad de llevarnos a otro lugar son abiertas. Comentarios. Interesantes. Los mismos. Las mismas voces, unas cuantas se hacen notar. Las otras, se quedan en el silencio de sus pensamientos. No importa, todo se queda en el salón. Otro más. Es hora de comer.

            Sea sopa, crema, lo que sea. Sea res, pollo. Sea gelatina. Sean galletas o cereal. Gracias Señor por los alimentos puestos en esta mesa. Sorbo, sorbo, trago, trago. Más agua por favor. No, no hay natilla, pero tenemos este flan de antier. Treinta pesos, más la escala obligatoria a la tiendita de la esquina. Luego, abrirse paso en las escaleras. La canción cambia. No, es la misma. De nuevo, la luz y la llave. Se cierra la puerta y comienza ¿la vida? Entre las sábanas, la búsqueda implacable de las horas perdidas es una realidad. Estas ojeras grisáceas ya están a punto de explotar.

            Pasa la tarde. Tal vez en la biblioteca, en algún parque, en los pensamientos, en la cama. La televisión es la única que habla. El cuarto se convierte en un lugar donde pasar el resto del día, con música, lecturas. Música, lecturas; la habitación callada, excepto por la percusión de las teclas de la computadora. Jazz, góspel, rock, música del mundo. Poesía, artículos, copias de la escuela. Llega la noche y, de la mano, hace entrega del retorno a casa y la posibilidad de dialogar con mamá y papá. Sí, estoy bien. No, no me he sentido sola. Lo normal.

            El día termina cuando el cuerpo ya siente no ser. Cuando, después de unas cuantas oraciones, de la genuflexión se da paso a la cama. Cerrar los ojos. Dormir. Soñar. Respirar. Y la música, sigue. Esto es un día en la vida, y el manual para el día siguiente.

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